Fiesta en América

Nunca nos había pasado. No a nosotros. Por lo menos no así. Nunca jamás la gloria de otro nos había salpicado tanto y de tal manera, hasta cubrirnos por completo en una ducha dorada. Nunca antes la gloria había sido tan nuestra.

 

 

 

Empezó como una broma. ¿Ganó? ¿En serio? ¿Bob? ¿El Nobel? A ver, ¿qué? ¿Bob Dylan ganó el premio Nobel de literatura? ¡No jodas! Luego vinieron los mensajes, ¿ya supiste? Las mil y una ventanas abiertas en el chat repitiendo una y mil veces la misma frase: Bob Dylan ganó el premio Nobel de literatura, Bob Dylan ganó el premio Nobel de literatura, Bob Dylan ganó el premio Nobel de literatura.

 

 

 

Llamé a un amigo y le dije tenemos que celebrar. Primero me dijo que no podía, que se había fracturado un dedo jugando fútbol hace unos días y le habían prohibido beber. Pero después, apenas un segundo o apenas milésimas de segundo después, me dijo: everybody must get stoned, voy para tu casa, se lo merece, ¿chelas?, que para aquello que hoy nos convoca vendría a ser como Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

 

 

 

Mientras tanto la gente seguía llamando por teléfono y sólo decía una cosa como si esa cosa fuera la única que supieran decir: ¡Ganamos! Así, entre signos de admiración y amor y una sensación tan extraña y única que no se puede ni se debe escribir. Lo mismo en el mail: correos sin asunto porque sólo había un asunto posible, ¡Ganamos! Gente desde otras ciudades y desde otros países y seguro también desde otros planetas y otros tiempos abrazándose al mismo tiempo, levantando sus voces y sus lenguas y sus gargantas y sus amígdalas y cantando esas canciones que son las extensiones de nuestro cuerpo y serán el rastro de nuestra vida.

 

 

 

Es verdad, esto es como tocar a las puertas del cielo, con la única diferencia de que esta vez el cielo se abrió, de que esta vez hay alguien que responde al otro lado de la puerta y te habla y te dice que los tiempos están cambiando y que nos preparemos porque va a llover muy duro.

 

 

 

Un mail del escritor quiteño Salvador Izquierdo dice: DYYLAAAANNN!!!! Un mail del escritor nicaragüense José Adiak Montoya, a quien conocí en México y con quien nos tratamos de a Wey, dice: WEEEEEEEEYYYYYYY. Un mensaje del director de cine Sebastián Cordero desde Estados Unidos dice: Estoy escuchando su música todo el día y me estoy sirviendo un whiskey as we speak. El escritor argentino Rodrigo Fresán, el Dylan Max, desde Barcelona, dice: él viene ganando desde hace tanto… El dylanólogo profesional Miguel Pazmiño, desde Canadá, dice: tengo un recuerdo lindo de Bob con cada una de las personas importantes en mi vida. No se pude ser más elocuente.

 

 

 

Tienen que entender que desde hace años, años enteros, los dylanitas venimos jugando a este juego en clave de protesta ante la academia que consiste en repetir un millón de veces el siguiente mantra: ya, por favor, el Nobel para Bob, ¡el nobel para Bob! Y eso que pensábamos que ya nunca iba a pasar porque de hecho era imposible, eso a lo que ya nos habíamos resignado a morir sin ver, eso que era a veces lo único que nos mantenía afinado el ritmo de la respiración durante esos latidos que el corazón se salta, eso, pues eso ha pasado.

 

 

 

¿Cómo se siente? Se siente bien. Muy bien. Puta madre, qué bien se siente. Como si todo eso que no puede ser pudiera ser.

 

 

 

Bob Dylan ha tenido por lo menos mil caras y por lo menos una de esas caras nos ha tocado a nosotros, por lo menos una de esas caras nos ha caído a las manos desde el cielo y nos la hemos puesto por encima de nuestro verdadero rostro y después hemos dicho: este soy yo.

 

 

 

El día que Bob Dylan ganó el premio Nobel de literatura pasó algo que podría haber pasado en una canción de Bruce Springsteen, agarré el teléfono y le mandé un mensaje, este mensaje, a mi hermano: Hay que tomar por Bob. Habían pasado meses desde que no le escribía por nada más allá de lo absolutamente necesario: las cuentas pendientes, la visita de las sobrinas, ¿sabes cómo están los papás? Y la verdad es que estábamos bien así, a una distancia cómoda y prudente, yo más lejos que él, hay que decirlo. Pero mi hermano fue el primero en mostrarme muchas cosas, mucha música, esa montaña en cuya cima está Bob Dylan y ese océano en cuyo fondo también está Bob Dylan. Un día, cuando ya vivíamos solos en Quito y tratábamos imposiblemente de ser más amigos que hermanos, me llevó a dar una vuelta en el carro (él manejaba) y me puso If You See Her Say Hello ¿Si entiendes?, me repetía mientras retrocedía la cinta del casete, ¿si entiendes lo que el man está diciendo? Y me dio una lección y supe que ser hermanos en Dylan era acaso más importante que ser hermanos en cualquier otra circunstancia.

 

 

 

Escuchar esa canción, en ese momento, fue como una maldición, como escuchar la prueba de que se podía escribir así y asumir al mismo tiempo la certeza de que uno nunca va a poder escribir así. A veces hago que me rompan el corazón sólo para tener una excusa para poder escuchar esa canción otro millón de veces más. A veces recojo los pedazos de mi corazón y trato de hacer con ellos una palabra.  

 

 

 

Odio a la gente a la que le gusta mucho Sabina y no hay cosa que odie más que la gente que cita a Sabina y cree que está citando a Platón. Pero quiero y voy a citar a Sabina: Dylan canta como el culo, toca como el culo, y es el mejor.      

 

 

Este es uno de esos días que uno quisiera que no acabaran nunca, como esas canciones de Leonardo Favio donde al final de un paseo bajo el sol él la convence a ella de que le regale un beso. El día que Bob Dylan ganó el premio Nobel de literatura una chica linda me regaló un beso. Esta es una de esas cosas que no quisiera dejar de escribir.

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